Esta capilla, diseñada por el arquitecto portugués Eduardo Souto de Moura para la Bienal de Venecia, no se plantea como lugar de culto o santuario, sino como un espacio neutro y austero, primigenio en su sencillez, cerrado por cuatro muros, con una piedra en su centro que podría entenderse como altar.
Se materializa como una estructura sencilla y rotunda, construida con grandes sillares de piedra de Vicenza, labrados toscamente y unidos formando un trapezoide alargado que se cubre sólo en una parte. La entrada se produce mediante una simple abertura en uno de los extremos, junto a un árbol.
En el interior, la calma. Un ambiente sereno, que recuerda a una cueva, invita a la reflexión, al silencio, a la meditación. Con gestos mínimos de diseño se consigue la posibilidad de congregarse, de sentarse, de detenerse.
Una repisa en el interior de los muros sirve de lugar para sentarse a los visitantes. El desagüe de las losas de cubierta se resuelve mediante una elegante gárgola, también en piedra.
Las losas de cubierta, que apoyan directamente sobre los sillares, dejan un espacio de un metro con el muro posterior, dejando así pasar la luz del sol que baña dicho muro. Es la luz natural, bañando los muros y generando bruscos contrastes de luz y sombra, la que confiere al espacio esa cualidad etérea, cambiante y escultórica.
La presencia simbólica de la cruz se limita aun corte horizontal en el muro, perpendicular a una de las juntas verticales entre dos sillares.
Este espacio en piedra, con su marcada textura de corte al exterior que contrasta con el acabado apomazado de la piedra al interior, remite visualmente a los dólmenes o a los templos egipcios. La composición espacial y su contenida y estudiada escala reverbera clasicidad griega o romana.
El proyecto es un recordatorio de lo esencial en la arquitectura, que no ha cambiado a lo largo del tiempo: alzar, cubrir y proteger, dejar hablar a la luz.
Eso sí, con el conocimiento de un maestro, que no deja ver lo difícil que es hacer las cosas fáciles.